La rama


Me llamó la atención la contradicción.

Veo un niño preparado para el ataque, pero su cara está distraída.

No parece que haya peligro alguno.

De hecho todo a su alrededor es de tonos cálidos, hay marrones, amarillos, algunos naranjas y si prestas atención se ve al fondo algún verde, que travieso se esconde en la lejanía para no salir en la foto.

Está solo, pero no está preocupado, tiene la rama aferrada a sus manos.

Se puede defender.

No tiene miedo.

Lo veo feliz.

Si uno mira bien, encuentra que casi se dibuja una sonrisa en su boca, pero la foto ansiosa, se apresuró y la imprimió escondida en la comisura de sus labios.

Usa pantalones rojos y un buzo azul, pero no tiene frío.

Su pelo es rubio y mezclados en los mechones hay colores más oscuros.

Seguro que hoy debe ser un chico de pelo castaño.

No se que edad tendrá en la foto, pero, porque yo no se decir que edad tienen los niños. De hecho no me importa, lo importante, es que está en la edad donde jugar es lo principal,  se puede reír y divertir sin preocuparse por nada, ni por el mundo, ni por ser responsable o cortes, ni por si es gordo o flaco, ni por el qué dirán, ni por muchas de esas cosas que la gente grande se preocupa.

Esta foto me hace respirar, detener un poco la cabeza y recordar esa sensación de libertad que tenía cuando era chica.

Por ahí, si me acuerdo de esa sensación logre reír más y preocuparme menos.

Ojala él no lo haya olvidado nunca.

 

 

 

Autor: Julia Rieb Masanti

La SusiStución


Abrió la puerta él.  Eso no me gustó.

La casa estaba vacía, no estaban los chicos.

Tenía una mala sensación, algo había pasado.

 

Pase, lo estaba esperando. En realidad a más de uno, pero en fin, creo que así está bien.

Si gusta puede tomar asiento.

 

Nadie entiende qué eso era lo que debía hacer, era necesario.

Quiero que le quede claro que no soy ni estoy loco.

Y para que usted lo entienda yo me voy a sentar a explicárselo, con paciencia, quizás le permita hacerme alguna pregunta, pero no me gusta que me interrumpan.

No porque me importe lo que usted piense y discúlpeme si lo ofende tanta sinceridad, pero estas aclaraciones van desde mi respeto, ya que usted fue el que vino a buscarme.

 

Me sentí perturbado por su presencia.

Me senté, estaba incómodo a pesar de que la casa era cálida.

Las paredes estaban recubiertas de madera pintada de un color pastel. Había cuadros, y plantas.

Él seguía hablando.

 

Yo me casé y engendré dos hijos, lindos, ruidosos y sanos.

Ningún loco podría tener hijos tan sanos como los míos, eso téngalo en cuenta.

Bueno, ella nunca me entendió, nunca entendió por que me casé. En realidad, porqué no me quedé con ella.

No me hablaba a menos que fuera necesario. Y siempre era necesario marcarme el camino cuando no hacía las cosas bien.

A veces, debo admitir, que lo hacía a propósito. Era la única vez en que sus ojos me miraban con tanta pasión y sus manos, aunque duras como látigos, tocaban mi piel.

Cuando se iba, quedaba tendido en el suelo, quizás llorando, quizás riendo, quizás ambas, no me acuerdo. Pero subía rápido las escaleras, frenético y me masturbaba.

Estaba enamorado, pero no la entendía, no hasta que conocí a Susi.

Susi era distinta.

No me interrumpa, por favor.

Susi era lo opuesto, era cálida, demostrativa, quizás más de lo que me agradaba.

Me identifiqué, ella era yo y por eso me volví ella.

Yo la quería, por eso me preocupaba porque fuera perfecta, por eso cuando se equivocaba yo le marcaba el error. Como ella, que me amaba. Para yo poder amar a Susi.

¿Cómo?, me pregunta, bueno, quizás usted no lo entienda, pero yo se lo voy a explicar, educar no es un tema fácil. Entienda que yo no soy violento, pero como a los hijos uno les da alguna paliza para que aprendan algo, uno debe hacerlo con su mujer. A la mujer hay que educarla. Aparte cómo se la iba a presentar si era un desastre. Susi tenía que mejorar antes de conocerla.  Tenía que ser como ella. Si no qué iba a pensar de mí.

 

Me estaba conteniendo para no abalanzarme sobre él, todavía no me había dicho nada de Susi, de dónde estaba.

Quise preguntarle en ese momento en que hizo un silencio, pero enseguida me paró.

 

Yo entiendo que usted quiera hacer sus preguntas sobre esta noche, pero no voy a permitirle que me juzgue sin antes entenderme.

 

En principio le quité la cena, Susi era gordita.

Le hice estudiar geografía, a ella le gustaba viajar, entonce Susi tenía que conocer el mundo.

Estaba más delgada pero sus uñas eran amarillentas y sus dientes también, a lo mejor fumaba más. Quité la comida de la heladera, encerré las galletitas de los chicos en la alacena. Sabía que algunas noches se escapaba para comer algo, por eso lo hice, logré que sus pechos se achicaran como pasas de uva y su cara se chupara, en un momento pensé que nunca lograría sacarle esas ubres de vaca que tenía.

Su expresión se endureció por los chicos que la sacaban de quicio, se irritaba con facilidad.

Sus ojos se agrandaron, podía verme en ellos. Me hacían acordar a los de ella cuando me pegaba.

Sus besos me resultaban desagradables, olían a vómito y cigarro, la hice bañarse de mañana y de noche, pero el olor no cedía, me obligué a no besarla más, y que los chicos tampoco lo hicieran.

De verdad era desagradable, se lo aseguro.

Aprendió a maquillarse, lo hizo porque la gente hablaba y ella sentía que debía esconder su palidez porque no le gustaba. Está bien, esas son cosas de mujeres, seguro entiende, su mujer debe hacer lo mismo, si es que usted está casado. Las mujeres siempre ven sus imperfecciones con ojos exigentes. Pero Susi ahora era más elegante, como ella, no me daba vergüenza salir con Susi, no ahora, pero faltaba.

La hice vestirse mejor.

 

Él seguía hablando pero yo no lo toleraba, era repugnante verlo tan tranquilo con cara de suficiencia, esos ojos grises, pequeños, insolentes, calculadores.

A Susi la vi en los pasillos del colegio Santa Unión, en esa época tendría unos 16 años.

Desde ese momento busqué acercarme a ella. Le hablaba siempre que podía y llegué a ser su amigo.

Tenía una figura maravillosa, llena de curvas y sus rulos color caramelo se movían al compás de su caminar.

Y sus tetas, no eran ubres, Dios, eran tiernas, blandas, sedosas, todavía recuerdo sus sabor en aquella noche de verano, donde borrachos, consumí mi pasión entre sus piernas.

Pero Susi salía con un muchacho más grande que nosotros.

Al día siguiente me encontré sangrando con la nariz rota y amenazado de muerte por el noviecito celoso. Creo que debo haber elegido mi profesión en ese momento.

En fin, Susi me dejó de hablar y nos graduamos.

Lo último que me había enterado de ella es que se había casado.

Hace poco la había vuelto a ver por el pueblo, llevaba unos lentes, estaba muy flaca, era casi un fantasma y sus pechos no eran los de antes, de hecho pensé que no era Susi. La saludé y noté moretones detrás del maquillaje, parecía enferma. Me preocupé, pero ella se enojó conmigo, me gritó con desesperación y rompió en llanto, entonces sospeché.

 

Noto un leve desprecio en su rostro cada vez que nombro a Susi, quizás deba empezar a relatar la historia desde donde puede interesarle a usted para su investigación.  

De hecho creo haberme entretenido mucho con Susi, pero ella no cumplió con los objetivos. De hecho no terminó de lograrlo.

Ahora me va a entender, va a ver que yo tengo razón y que ella se equivocó.

Cuando le conté, le dije que ella no lo consiguió, que no alcanzó su belleza, que no puede ser elegante, fina, culta, yo juro que la obligué.

La obligué, la hice comer menos, la eduqué. Y cuando casi lo logra, ella… y ahí me interrumpió, nunca me interrumpía, jamás, para decirme que estaba enfermo.

Al principio pensé que era un chiste, cómo podía decirme una cosa así, cuando tanto tiempo le dediqué, para que Susi fuera perfecta.

Pero ella lo negaba, dijo que le había hecho mal, que la había lastimado, que cómo era capaz de hacer eso con la vida de una persona.

LOCO, me dijo, me lo gritó más de una vez y con cara de espanto, nunca había visto su cara de espanto, me golpeó pero enseguida se alejó.

Y yo no lo concebí, que ella se alejara de mí, que no me mirara a la cara, a los ojos.

Yo solo quería demostrarle mi amor, que yo la amaba, que yo la adoraba, que era lo único importante.

No lo toleré.

Agarré el cenicero. Era de cristal, muy lindo, con puntas afiladas, bien trabajadas, era frío y pesado, lástima que se rompió cuando se lo estrellé en medio de su frente, lo más lindo fue que en ese momento yo volví a estar en sus ojos.

 

Se escuchó un fuerte sonido, llamaban a la puerta.

 

Disculpe. 

 

Él pasó por al lado mío pero yo estaba estático, horrorizado. Cuando pude respirar me encontré temblando, me sumergí en un odio profundo, en una rabia incontenible.

Primero la deformó, la desfiguró, le quitó el alma en vida para luego robarle el aliento.

 

¿Qué es esto? ¿Qué están haciendo? Suélteme.

 

Rápido fui hasta la puerta, esperando encontrarme a Susi, pero lo primero que vi fue a un batallón de policías.

 

Señor Segundo Gutiérrez, usted está siendo detenido por el homicidio de la señora Eleonora Rucci de Gutiérrez. Recuerde que todo lo que diga podrá ser usado en su contra. ¿Entiende usted lo que le estoy diciendo?

 

Miré desconcertado a Segundo y él me miró a mí.

 

¿Usted no es policía?

 

¿Dónde está Susi?

 

Hijo de puta, me mentiste.  

 

 

Y la policía se lo llevó.

 

 

 

 

 

 

Autor: Julia Rieb Masanti

Quimera de ojos pardos


De la galera sacó fantasía

para eludir el fango

de un turbio día a día

quimera de ojos pardos

y espalda combativa

el siempre nadó solo

despilfarrando fajos de osadía

 

Que te invito un café

que aunque no quieras

me planto la confianza y te hago mía

siempre la llevó atada

en el «jogo bonito» de las minas

pero hasta Maradona

lamenta todavía

el gol que se perdió

a un paso de la línea

 

Hoy va cabeza gacha y ni la mira

pero en el yugo siempre ella estará

volvió la realidad

su jefe y la mentira

de los verdugos de la libertad

 

«Aféitese la barba

parece un comunista»

y la vieja quimera

de espalda combativa

se broncea los senos

en la piscina de un capitalista

Ramiro Doello

De Paraísos Perdidos


  Religión extraña la que me tocó, donde el paraíso no es lo anhelado sino el punto de partida del cual inexorablemente tuve que caer. Extraña existencia, donde siete años reemplazan a la eternidad y ya no hay manera, no hay vida piadosa ni pureza del alma que me devuelvan a ese instante.
Instante lleno de momentos mágicos, reales o imaginados – porque el paraíso nunca es perfecto, también necesita de la imaginación para ser sobrellevado – donde hacíamos todo tipo de milagros invertidos, esto es, convertíamos al pan en piedras, desmultiplicábamos los peces, nos hundíamos al caminar sobre el agua y reíamos por esa situación, y jugábamos a ver quién lograba hundirse a mayor profundidad.
No, no estoy loco, así era mi paraíso. Enclavado entre sierras, cobijado por cielos azules y puros, musicalizado por jilgueros, zorzales, o el menos marketinero cabecita negra.
Si todo lo que cuento y lo que estoy por contar existió tal cual lo relato, no lo sé, de todas maneras sería inútil perdernos en tales discusiones, al fin y al cabo ¿Qué es la realidad? ¿Lo que sucedió o lo que recordamos? ¿Sucedió aquello que nadie recuerda?
Como dije anteriormente, el paraíso no prescinde de la imaginación, por el contrario, la propicia, porque mi paraíso también era despojo, lo que no estaba en él. De repente, una piedra ya no era una piedra sino una manzana, y un conjunto de piedras un kilo de manzanas. Una rama de un árbol no era tal cosa, sino una escopeta con la cual nos acribillábamos hasta caer la noche. Qué más daba, si en el paraíso nadie moría, tal acto era desconocido. Pero otra condición extraña de todo paraíso, es que aun no existiendo la muerte, existe el miedo, la amenaza constante, el tabú, las pautas. En eso se parece bastante a la vida terrenal. La noción de castigo posee la misma fuerza tanto en el paraíso como en la tierra. O quizás mayor, porque en los paraísos también todo es exagerado, eso incluye al miedo. Y este hecho más de una vez nos provocó raudas huidas.
No puedo dejar de recordar una de esas tardes, casi oscuras ya, en la que habíamos elegido hacer un gran estadio en la apacible calle de tierra. Se jugaban los minutos finales, pues la ausencia de luz comenzaba a poner en ridículo a los jugadores. El arquero intentaba abrazar con sus dos manos el balón, pero éste se le hacía invisible y pasaba por entre sus piernas, el delantero se proponía rematar con su pierna más hábil y sólo conseguía darle un puntapié al vacío. En esta situación nos encontrábamos cuando casi todos vimos venir calle arriba a la esposa de Don Britos en su ciclomotor. Como acostumbrábamos con el escaso tránsito que circulaba por el lugar, todos nos hacíamos a un lado al grito de ¡auto! o ¡cuidado! Y suspendíamos el encuentro por unos segundos. Pero como referí con anterioridad, casi todos la vimos venir, no fue el caso de Carlitos, el número 10 del equipo, el distinto. Quien ofuscado quizás por ir perdiendo y a sabiendas de que quedaban pocos minutos de partido, marchaba concentrado hacia el arco rival con balón dominado, la cabeza gacha, la mirada enfocada en el piso. Y claro, sucedió lo que sucede en estos casos. Carlitos y la esposa de Don Britos sufrieron un encuentro cercano vaya a saber de qué tipo. Lo último que recuerdo de ese encontronazo fue un grito de la mujer y la polvareda en el aire. Nada más, pues sólo un instante se necesitó para que todos, a excepción de Carlitos de quien ignoraba en qué estado se encontraba, desapareciéramos de la escena. Algunos huyeron por el monte quién sabe con qué destino, otros, entre quienes me encontraba, salimos eyectados hacia la casa de una tía, donde entramos dando un portazo y sin mayores explicaciones nos arrojamos bajo las camas. Todo era silencio en nuestras bocas y no respondíamos ningún interrogatorio, sólo esperábamos vaya a saber qué.
El desenlace de la anécdota es intrascendente para el relato, sólo me he interesado por graficar qué es lo que hace de un momento cotidiano, con una pequeña anécdota donde nadie salió lastimado finalmente, un paraíso. Y es justamente el poder de exagerar lo cotidiano lo que eleva esos instantes por fuera de la vida terrenal, un poder que poco a poco, con el advenimiento de la racionalidad adulta, vamos perdiendo. La mayoría transita ese cambio sin notarlo. Otros, añorando esa pérdida caen en la locura para recuperarlo; y algunos más, carentes de la valentía para vivir en la locura, simplemente eligen ser escritores.

                                                                    FIN

Darío Manzanelli

ESPERO


CIELO SIETEMESINO

NO HAY CALOR QUE MODERAR SIN BESOS

LOS NAIPES LLORARAN

DARÁN DE NUEVO

O NOS VEREMOS VIEJOS

DESDE LEJOS

ANTE LA VUELTA OLÍMPICA DEL MIEDO

 

SI MI TORPEZA SE LLEVO EL BOTÍN

DEL MILLONARIO SUEÑO DE TU ALIENTO

SERÁS MI AMIGA

PATRIA O COMPAÑERA

O LA SIN ROPA GUERRA CUERPO A CUERPO

 

SI TU HERMOSURA SE METIÓ EN MI CASA

Y HABLE CON OTROS PARA QUE ESCUCHARAS

TE ESPERO ALLA

DONDE EL DESEO MANDA

MI AMOR VIRTUAL

ROMANCE DE MIRADAS

 

NIÑA MUJER SEÑORA QUE ADOLECE

GUANTE DE BOX «NO ME HABLES NI MOLESTES»

ORDENA EL WORK QUE MIENTRAS YO ME EMPEÑO

DESDE TU WILDE A MI DOLOR PORTEÑO

 

RAMIRO ANDRES DOELLO

 

 

 

Una pesadilla con final feliz


Sentada, media dormida, como de costumbre. Pensaba en que hoy iba a ser un día aburrido, como los otros, como toda la semana anterior y como venía siendo esta.

Hacía frío, por eso, cuando sonó el timbre para ir al recreo, decidí que me iba a quedar en el pasillo cerca de alguna estufa que funcionase.

Me picaba la cabeza, bastante, pero como era de tener caspa, no sospeché de los pequeños habitantes que deambulaban por los enredados pelos.

Pensaba en si comerme la manzana que me había dado mi mamá o esperar a ver si hoy venía a buscarme mi abuelo y comerme el huevo kinder que siempre me traía. Decidí comer la manzana y luego, si venía mi abuelo, comerme el huevo kinder también. Interrumpiendo mi pensamiento surgió una picazón imparable en mi cabeza.

¡Qué desesperación! Ya una mano no me alcanzaba, con las dos manos me rascaba fuerte, parecía un perro que se rasca y pone una linda cara de placer. Yo parecía eso, un perro, con la cara y todo, feliz, hasta que caí en la cuenta de que estaba en medio del pasillo del colegio. Roja, como la manzana que tenía en la mano, me fui corriendo al baño. Respiré, y me miré al espejo. Entré en desesperación, sabía lo que significaba, empecé a transpirar, venían a mi mente imágenes aterradoras de dientes finitos juntitos que se convertían en manos metálicas que tomaban y jalaba mi pelo. Esto significaba una cosa, una tarde con el señor peine fino.

Volví a respirar. Salí del baño.

Fui al aula y empecé a pensar un plan de fuga.

Cuando fue la hora de irnos, demoré en guardar mis útiles. Salí a la puerta, muy feliz parado estaba mi abuelo. Yo seria, hacía fuerza para no rascarme, era increíble, casi no podía respirar por miedo a que un solo movimiento me impulsara a rascarme. Mi abuelo pensó que yo estaba enojada, y sacó lo que para él era su arma infalible, el huevo kinder. Yo le dí un beso, agarré el huevo, seria, lo guardé y me subí al auto. Consternado, mi abuelo dio la vuelta para subirse al auto, y yo aproveché ese momento de distracción para rascarme a más no poder. Cuando escuché la puerta me quedé inmóvil como una estatua.

Llegamos a casa, el viaje fue incómodo. Me dejó en la puerta, y se fue. Me senté en la escalera con las llaves y mi hermoso llavero de tortuga de metal, que ni siquiera pudo hacerme dejar de pensar en qué hacer para no enfrentar a mi mamá y su sentencia. La podía escuchar: Señorita al baño que le paso el peine fino.

No sé cuánto tiempo estuve en la escalera, pero pudo haber sido mucho ya que lo que me saco de mi ensimismamiento fue el ruido de la puerta de mi casa y la voz un poco asustada de mi mamá.

La miro, me mira, suspira, me agarra, me regaña por la llegada tarde y por estar despeinada. Cuando me va a peinar se encuentra con mi fábrica de piojos. Y escucho lo que para mí ya había escuchado un rato antes, pero con un agregado valorativo, ¡qué asco! Casi gritando, y al baño señorita. Ya no había escapatoria.

Pasaba el peine una y otra vez, parecía que me arrancaban el pelo de forma lenta, uno por uno, los nudos, ni con kilos y kilos de acondicionador se aflojaban y terminaban arrancados por esos dientes fríos que no distinguían entre piojos, liendres y mi cuero cabelludo y pelo. Yo llorando y mi mamá en un intento por aflojar la tensión e intentando ser divertida dijo: Menos mal hija que tenes mucho pelo. Yo con la cabeza agachada veía caer mis pelos en la bañera. No fue divertido.

Ambas cansadas mi madre tomó una decisión crucial. Se levantó y fue al lavadero. Agarró la lata de kerosene y me la echó en la cabeza (no se asusten, lo hizo con cuidado). Los piojos cayeron rendidos a semejante veneno. Yo estaba con la cara llena de lágrimas y un tanto cansada, recibí al kerosene con alivio, ya que por suerte, los piojos cayeron sin necesidad de que se pasara el peine.

 

Autor: Julia Rieb Masanti

Juego y Miseria


 Levantó la mirada sin mover la cabeza, buscó el reloj de plástico colgado en la pared del bar, las agujas marcaban casi las cuatro. – Quién sabe si dicen la verdad – pensó para sus adentros. Santiago Benitez sentía el cuerpo adormecido, un gusto metálico le recorría la boca y le revolvía el estómago. Recordó que por la mañana, como todas las mañanas, a las nueve menos cuarto debía presentarse en la puerta de la oficina en donde trabajaba. Luciría el mismo traje de siempre, la corbata bien anudada y el pelo alisado cuidadosamente hacia la derecha. Tenía que disimular las ojeras, la resaca y el hastío que sentía por todos los que habitaban ese claustro inmundo, según él.

No había vuelto a su casa esa tarde luego del trabajo. Tenía acreditado su salario en el banco como cada día cinco del mes y, una vez más, se había dirigido al casino en busca de una rápida solución a sus problemas. Pero una vez más, lo había perdido todo. No tuvo el valor de regresar a su hogar, no esta vez. Sabía de la advertencia que le había hecho su esposa: ya no soportaría otro mes sin comida para los hijos ni dinero para el alquiler.

Santiago Benitez había conocido a su esposa cuando ambos lucían jóvenes quince años de edad. Fue su primer amor y desde el día en que la conoció supo que pasaría el resto de su vida junto a ella. Esos primeros años fueron de felicidad. Al terminar el colegio secundario Santiago comenzó a trabajar como cadete en una empresa para pagar sus estudios de cine. Era su gran sueño, realizar documentales y viajar con su amada por el mundo.
A los veintiún años, cuando ella esperaba el primer hijo, se casaron. Los padres de ambos ayudaron con la boda y los muebles para el nuevo hogar matrimonial.
La felicidad de los esposos fue completa cuando al fin tuvieron al retoño entre sus manos. Era un niño sano y muy bonito, tenía los ojos del padre y la simpatía de su madre.
A los tres años nació la niña. Rubia como su madre, la piel blanca y suave, se asemejaba a copos de algodón. Santiago Benitez hacía mucho tiempo que había abandonado sus estudios, sus responsabilidades dentro de la empresa habían crecido y la familia le consumía el resto.

Bajo la seria mirada del dueño del bar, se levantó con dificultad del banco apostado sobre la barra. Se dirigió hacia el baño con la vejiga cargada de orín y los pensamientos de angustia. Se descargaba en el pequeño y sucio urinal apoyándose en la pared, el olor le daba náuseas y no pudo evitar el vómito.
Salió del baño y se dirigió a pagar lo que debía con los últimos billetes arrugados de su bolsillo, sólo le quedaba lo suficiente para un taxi a casa. Era el momento de volver y afrontar las consecuencias de ese largo día.

Giró la llave en la cerradura con el corazón saliéndosele del pecho, tendría que dar explicaciones, las cuales no tenía. Todo era silencio dentro, se dirigió a su habitación y ésta se encontraba vacía, los niños tampoco dormían en la suya. En la mesa de la cocina halló una nota: ella se marchaba, quizás para siempre. El papel se deslizó por sus dedos hasta terminar en el piso. La garganta se le anudó, la idea de afrontar la vida en soledad lo estremecía.

Siete y treinta de la mañana, el viejo despertador hace un barullo capaz de devolverle la vida a los mismos muertos. Santiago Benitez le da un manotazo que lo deja en silencio y desperdigado por el suelo. Logra levantarse con gran dificultad, los efectos de un whisky barato no son fáciles de evadir. El cráneo le presiona el cerebro desde la nuca hasta la frente, le es imposible realizar movimientos bruscos sin perder la noción de dónde se encuentra parado. Se dirige a la ducha para tratar de enmascarar su situación antes de presentarse en su trabajo. Mirándose en el espejo, cae en la cuenta de que este es el primer día del resto de su vida.

No hay mejor suerte en los subsiguientes días. Su esposa se niega a regresar, le dice que todo ha terminado y que no verá a los niños hasta que no consiga dinero. El mes será muy largo; casi no tiene comida, viaja a su trabajo en tren a escondidas de los inspectores, por miedo a que descubran que no ha pagado su pasaje.
Finalmente, pide un adelanto a su jefe, quien de muy mala gana se lo otorga, no sin antes darle un sermón acerca de la importancia del ahorro y la planificación en nuestras vidas. Santiago Benitez lo mira a la cara; es una cara redonda, con arrugas incipientes y una nariz de boxeador horripilante. De la boca despide gotas de saliva con cada palabra cargada de pueril burguesía. Benitez quisiera devolverle toda esa saliva en medio de sus ojos y decirle cuán cansado está de sus estúpidos sermones de buen ciudadano, pero su sentido de la supervivencia, una vez más, lo detiene.

Los días le pasan unos tras otro sin encontrar la forma de recuperar a su familia. Las tardes luego del trabajo las pasa deambulando para terminar en el viejo bar de siempre. Por las noches la soledad del lecho lo escarmienta, la sonrisa de los niños en su mente lo persigue y aunque se retuerce entre las sábanas no logra acallarlos.

Es el día cuatro del mes siguiente, Santiago Benitez salió de su trabajo y fue directamente hacia el bar, allí pasó las horas sentado en soledad en la barra del bar como casi todas las tardes del último mes. El consumo de whisky lo aísla de todo lo que sucede a su alrededor, se siente mareado, empapado de sudor. Las voces del resto de los clientes le llegan desde muy lejos, su estado de ebriedad y angustia roza lo humanamente soportable.
De repente, ante la atónita mirada de todos, aquél hombre solitario y abatido de cada tarde, pegó un salto de su banco, se abalanzó sobre la barra haciendo trizas todas las botellas que allí se encontraban. No decía una sola palabra, sólo se dedicaba a triturar todo lo que encontraba a su paso. Sin dar crédito a lo que veía, el dueño del bar salió de su estupor, y junto a dos empleados tomaron a Santiago Benitez por la espalda. Mientras uno de los empleados lo sujetaba del cuello, el otro, junto al dueño, lo golpeaban en el rostro y el estómago. Era tal la enajenación del dueño del bar que pasó varios minutos golpeándolo sin que nadie se atreviera a interrumpirlo. Santiago Benitez se hallaba al borde de la inconsciencia con su rostro deformado y cubierto de sangre, y sólo se mantenía en pie al ser sujetado por uno de los empleados. Finalmente algunos clientes se apiadaron de la situación, y al ver las heridas que le ocasionaban trataron de interrumpir la golpiza, no sin algún temor. Lograron hacer entrar en razones al dueño del bar para que desista de su actitud, quien al hacerlo, arrastró a Benitez semi inconsciente hasta la calle, dejándolo tirado en la esquina con la mitad de su cuerpo sobre el cordón de la vereda y el resto sobre la cinta asfáltica.

La madrugada, fría y desolada pasó quién sabe por cuánto tiempo mientras Santiago Benitez se encontraba inconsciente sobre el cordón de la vereda. En un momento logró abrir sus ojos, no podía mover un solo músculo de su cuerpo. De pronto, con la mirada perdida a ras del suelo, distintas imágenes se fueron formando en su mente. Recordó a su esposa y cuánto la amaba; a los niños que quizá preguntarían por él y la madre que les mentiría. Con mentiras salvaría a ese padre ausente, un padre incapaz de darles la seguridad de un hogar. Un padre que libraba el futuro de su familia al azar cada mes. El mismo padre que hoy se encontraba completamente borracho, golpeado y abandonado en la calle, sin siquiera saber el camino a casa. Ahora, su propia imagen se le aparecía, siendo joven, contándoles a sus amigos sobre sus proyectos como cineasta y lo feliz que era con su novia. Y todo se le confundía, su mente se saturaba de personajes, sueños, la golpiza que acababa de recibir. No podía discernir entre pasado y presente, las luces de la calle subían y bajaban, giraban, prendían y apagaban, hasta que de pronto todo fue oscuridad. Sólo un zumbido resonaba en su cabeza, un zumbido y una voz débil, desconocida, que le repetía lo miserable que era. Era un miserable capaz de arruinar su futuro, capaz de privar a sus hijos de un padre con quien jugar, a su esposa de un hombre a quien amar. “Sos un miserable, sos un miserable” era todo lo que finalmente resonaba en su cabeza. Y Santiago Benitez despertó… y era un miserable.

El teléfono sonaba sin cesar. Abrió los ojos sin saber qué hora era. La casilla de mensajes estaba repleta, no le dio importancia, todas las llamadas eran de su jefe.
Se sentó por un segundo en la cama tratando de comprender qué le había sucedido, su cuerpo parecía haber sido arrollado y no había centímetro cuadrado que no le doliera. Recordó el bar, la golpiza…y esa voz en la cabeza. Sus miserias se le hacían presentes nuevamente, lo perseguían, no había manera de quitárselas; las llevaba consigo, eran parte de él.
Fue entonces que recordó que era día cinco y su sueldo estaría acreditado. Tomó un baño, disimuló sus heridas como pudo y salió rumbo al casino, al diablo con su jefe, al diablo con todos.

Entro con la intuición de que algo grande le esperaba, había estado desarrollando un método para la ruleta que aumentaba sus posibilidades, sumado a un poco de suerte, creía que éste podría ser su gran día.
Pasó la tarde entera y su método parecía funcionar, había multiplicado su sueldo varias veces. La gente fue agolpándose a su alrededor. Había bebido varios whiskies que la casa le había invitado. El bullicio comenzaba a abrumarlo, toda esa gente, las luces, el calor de las máquinas. Cerró los ojos tratando de volver su mente a cero. El sudor le recorría la frente cuando resonó la voz nuevamente en su cabeza. No le permitía olvidar quién era…un miserable.
En eso estaba cuando lo invitaron a realizar su apuesta. Santiago Benitez miró a su alrededor, observó a la muchedumbre que lo rodeaba, lo miraba, sonreían, le hablaban, pero él ya no oía, no eran más que imágenes desprovistas de sonido alguno. Fue así que decidió darle un punto final a la situación. Olvidó su método, tomó todas sus fichas y las apostó a un solo número.
El tiempo pareció detenerse en el casino, alguna especie de Dios había apretado el botón de pausa. Nadie emitió palabra, todos miraban azorados. El croupier tomó la apuesta y se aprestó a girar la ruleta. Todos la miraban dar vueltas en silencio esperando que arrojara la bola. Finalmente la bola salió al ruedo, comenzó a dar saltos entre los números, como una danza ante el destino. La ruleta iba perdiendo fuerza, la bola iba aplacándose, nadie respiraba cuando de repente dejó de moverse. El croupier cantó el número que coincidía con la apuesta de Santiago Benitez. Todos gritaron y aplaudieron. En un instante, Benitez se apareció ante todos como una especie de héroe. Lo palmaban, lo saludaban, lo abrazaban. Querían regocijarse con la suerte de ese pequeño hombre que no se inmutaba de su banco.
Hecha la cuenta, Benitez había ganado la friolera de un millón de pesos. Su mente no procesaba lo sucedido, en una tarde se había vuelto millonario. Cobró un cheque y volvió a su departamento aun azorado. No durmió en toda la noche, su vida pasaba una y otra vez por su mente. Moría de ganas de darle la noticia a su esposa, no sabía cómo decírselo. Sí, había ido al casino nuevamente, se había comportado como un miserable una vez más ¡Pero era millonario!
Cerca del amanecer, quedó dormido por unas pocas horas.

Eran las nueve de la mañana cuando despertó. Había un millón de pesos esperándolo en el banco pero la euforia se había aplacado. El recuerdo de “la voz” lo perseguía. ¿Sería un buen padre ahora? Un millón de pesos era mucho dinero, lo suficiente para asegurarles un buen futuro a sus hijos y esposa. Pero él ¿Sería capaz de arruinarlo nuevamente? ¿Podía permitirse arruinarles el futuro una vez más? Después de todo, el dinero no esconde las miserias de una persona, quizás todo lo contrario. No, no iba a permitirse arruinarles la vida nuevamente, no volvería a jugar con el futuro de quienes más amaba.

Santiago Benitez ingresó al banco con un bolso. Se dirigió a la mesa de entradas con su cheque y pidió cobrarlo todo en efectivo. Pasaron más de dos horas entre trámites y conteo. El banco le ofreció seguridad, pero él la rechazó. Guardó todo en su bolso y salió rumbo a la vivienda donde se encontraba su esposa e hijos.
Llegó y con nerviosismo hizo sonar el timbre. Las piernas le temblaban, creía que iba a desvanecerse. De pronto la puerta se abre y su esposa lo mira sorprendida, él no emite palabra y le da un enorme beso en la boca. Ella no atina a nada, la sorpresa le gana. Entonces aparecen sus hijos detrás. Corren y lo abrazan, el mayor, con trece años, ya parece todo un hombre. Ella tiene sólo diez y no puede ser otra cosa que un ángel caído del cielo. Benitez les dice que los ama, que han sido los mejores hijos del mundo. Con lágrimas en los ojos, deja el bolso en el suelo, les da una mirada a los tres y se retira rápidamente sin mediar palabra.

Los matutinos del día siguiente reflejan con unanimidad la misma noticia en sus portadas principales. Las crónicas se debaten entre la tragedia y lo pintoresco:

SE VUELVE MILLONARIO Y SE ARROJA A LAS VÍAS DEL TREN

En horas del mediodía de ayer, un hombre de 35 años de edad identificado como Santiago Benitez, casado y con dos hijos, decidió acabar con su vida bajo las vías del ferrocarril ante la mirada de decenas de transeúntes. Lo llamativo del caso es que la noche anterior, Benitez, había ganado poco más de un millón de pesos en el casino de ésta ciudad. Los investigadores esperan el testimonio de testigos y familiares para intentar…

FIN

Darío Manzanelli

Sumersión de un sueño


Aquel sábado el despertador sonó temprano. Esta vez a las ocho de la mañana. Debo reconocer que, en ocasiones, cuando mi reloj biológico pierde su brújula, suelo experimentar la sensación de un pronto amanecer en cualquier momento del día.

    Muy pocas veces recordaba aquella frase de C.B. sobre la pereza. Por entonces ni siquiera sabía quién era C.B. Pero en aquella ocasión la entendía perfectamente, aunque seguía sin recordarla. Gustavo me había explicado la sensación de esa oración infinidad de veces. Nunca lograba comprenderla, por lo que me resultaba lógico no memorizarla, y mucho menos ubicar a Charles Bukowski. ¡Eso! Bukowski. Pero ¿qué decía este tipo sobre la pereza? Gustavo era un tipo muy especial, por lo que no debería ser algo muy cuerdo para mi temprano razonamiento. En fin, opté por darle un recreo a mi magullado cerebro y dejé que mis neuronas firmaran un acuerdo de paz.

El olor a whisky y a cigarro que brotaba de mi almohada era nauseabundo. Mi película de la noche anterior se había quedado sin cinta en el Bar de Reyes. Cuántos momentos de mi adolescencia fueron marcados por este antro. Y qué bien le venía a la economía del grupo, y de mi padre, que el viejito Reyes fuera hincha fanático de la ginebra. Fue la primera persona que conocí con la particularidad de ver, en plena borrachera, la mitad de los tragos que consumíamos, cuando ya todos veíamos doble. Cada noche había un encargado de retar al viejo a un duelo de fondos de ginebra Llave. Condición vital para nuestras enclenques billeteras de principio de siglo. Años más tarde, su hijo heredaría tan preciada capacidad para auspiciar nuestras borracheras.

Decidí dejar en la mesa de luz a Bukowski y a don Reyes, y con la cansina bravura del primer empellón matutino zigzagueé un dos por cuatro hasta el húmedo baño de mi casa natal. El sol me guiñó unos rayos tempraneros por la claraboya del techo, y me confió la certeza de un fin de semana lleno de luz. Entre sueños, mientras lavaba mi cara y mis dientes, comencé a tararear la marcha del gran general, y mientras la firma pacifista se estampaba en mi cabeza al ritmo de los redoblantes del pueblo, una bocina comunista me sentó de prepo en la realidad. El sonido inconfundible del motor de una joya setentista comenzó a sonar cada vez con más fuerza en la empedrada puerta de mi cueva. El vozarrón de la perla colorada de mi amigo Alexis, hermano netamente por elección, siempre relucía impaciente.

Mi bolso militar estaba preparado desde la tarde anterior. La casona del viejo Reyes nos había enseñado a planificar de antemano el día venidero a una noche en ella. Todos sabíamos cuán averiados nos sentíamos luego del paso por su negocio, y cada uno tenía sus petates listos desde el viernes a la tarde. Por mi parte, mi talego estaba pronto para cualquier guerra adolescente. Mi equipo de pesca, mi alicate, unas buenas botas de goma y la primera adquisición de mi vida. Lo encontré revolviendo unos cajones del taller de mi viejo, en unas estanterías. Aún recuerdo cuando lo conecte a una batería, y después un clic que indicaba la temperatura justa, encendí mi primer cigarro. Un encendedor del primer auto de la familia, un Fiat 600 celeste maquillado coquetamente con masilla roja y amarilla. Todo un arco iris de potencia. En él habían transportado cada ladrillo con el que se construyó nuestro pequeño castillo familiar.

El ronroneo de aquella nave no dejaba de seducirme, por lo que apuré el tranco y, sin reparar más en cuánto faltaba o sobraba en mi caparazón campamentista, trepé a la cupé de llantas acampanadas y lo apoyé sobre mis piernas.

-¿A lo Galli?- pregunté afirmando.

-A lo Galli- respondió mi hermano.

Algunos no frecuentaban lo de Reyes. A algunos el despertador no les sonaba tempranamente. Algunos tenían un reloj biológico menos despistado que el mío, y nunca perdía su brújula. Ellos ya estaban en la pesquería del viejo Galli.

Mi vieja solía ser mi vieja, por lo que mi bolso viajero delataba su incumbencia, y pesaba más de lo acostumbrado. No cabrán aquí las palabras para describir la líquida adrenalina que se escurrió de mis ojos a mi boca al descubrir sobre mi falda la suela ricotera de mi herencia más preciada. Las Topper de mi abuela. Las que yo no le recordaba nunca calzadas, pero su foto colgando la ropa, la que yo más amaba, sellaba en mi recuerdo, para siempre, su existencia. No pude más que calzármelas al instante y retroceder en el tiempo, hasta aquella pícara sonrisa, con la que colgaba en la cuerda mi camiseta número 6, recién lavada a mano.

El camino era largo, unos cuarenta kilómetros, pero mi enfoque mental aceleró el proceso y en tres minutos y treinta y dos segundos ya me encontraba en la orilla del Río Uruguay prendiendo el fuego y armando la carpa. Ale, más tranquilo, se quedó susurrando algo así como que los dinosaurios iban a desaparecer. Yo lo miraba ingenuamente, sin saber cuánto dinosaurio suelto aún andaba por la calle. Y él, sonriendo, me decía:

-Tené lista la resortera, David.

Años después comprendí que mi talego guerrero sólo debería ir lleno de piedras.
Lista nuestra morada resolví echar un vistazo en mi guantera de viaje, y, al caerse al suelo una tableta de pastillas para los mosquitos, confirmé que la vieja, será siempre la vieja. Mis manos envolvieron el recuerdo más terrorífico de mi infancia. El payaso que en mis noches de insomnio espantaba los insectos, me perseguía hasta la pubertad. Recuerdo que los días de verano, como éste, ella entraba campante en mi habitación y con la displicencia de quien no tiene más que joder, lo enchufaba en un rincón del cuarto. Tenía una luz roja, incisiva. Era una especie de repelente eléctrico con colmillos y una nariz colorada, como la del viejo Reyes. Ojalá siempre hubiera sido la nariz morada de aquel viejo, que tantas alegrías nos había dado. Realmente no entendía, dónde pretendía mi madre que conectara ese aparatejo en el medio del campo. Aunque, de todas formas, de tener dónde hacerlo, no lo hubiera hecho. ¡Payaso de mierda!, pensé. Y tal como habían quedado en mi mesa de noche aquel escritor y poeta, y aquel viejo cantinero, ambos amantes empedernidos de las bebidas blancas, lo pateé hacia un costado de mi mente y mis recuerdos. Las muertas raíces de un viejo nogal harían su labor esa noche. Ellas incinerarían para siempre su alma y su existencia, y entre macabras carcajadas que resonaron en toda la costa del río, bailé en rededor de aquella fogata al son del plástico derretido, y el olor del repelente.

Mi libertario ritual fue interrumpido por un grito de victoria y de pronta saciedad. Ya podía palpitar el aroma de los dorados que esa caterva de malandrines traía suspendidos en un crisol de anzuelos. Había que ver cómo estos desgraciados vertebrados, los más antiguos de la historia, engullían los señuelos de mi abuelo. Tomé el alicate y corté el nylon de cada una de las líneas. En el destripe recuperaría la carnada. Era un trabajo que, aunque sucio por excelencia, me apasionaba. Para no perder la costumbre, mi ropa terminó empapada en sangre, y mi herencia más preciada escupía entre lengüeta y cordones unos rojizos borbotones a cada paso que daba rumbo al río. Siempre las encontraba hermosas, pero más aún cuando estaban sucias. Mi modesta ambición, por aquellos años, era guitarrear con ellas en el carcomido escenario de aquella generosa caverna alcohólica, a la que cada viernes íbamos a poner en práctica nuestras pequeñas dotes de estafadores del whisky. Siempre había allí un grupo de borrachines que, más que ver doble las cuerdas, las tocaban como si lo fueran. Nuestros ojos se enredaban entre los paisanos arpegios de aquellos viejos que daban cátedra campestre de cómo acariciar, y también cachetear sus violas, para luego volver a mimar y después maltratar nuevamente sus cuerdas. Pero sólo subiría a esas tarimas con las Topper de mi abuela, y sucias.

En definitiva, el olor a pescado que brotaba de mi cuerpo era realmente insoportable, por lo que decidí meterme al agua con mis harapos nauseabundos y mi calzado puestos, para escatimar trabajo y fuerza en la tarea de limpieza. Una sensación de pereza se apoderaba de mi esencia, y el plan primitivo de nadar para enjuagar mejor mis trastes devino en caminata con el agua al cuello. Era divertido y pacífico al mismo tiempo, hacía mucho calor y me sentía en la cúspide del monte más alto del limbo. Mis zapatillas ya estaban casi limpias, y casi sucias. Se encontraban en su esplendor. Tal como las imaginé siempre en la casa de Reyes, con las que de una vez por todas me ganaría mis tragos y dejaría de boicotearle la caja registradora al viejo. Estaban hermosas. Me las quité con mis manos ya arrugadas por el efecto del agua, y arrojé de a una por vez hacia la orilla. La primera planeó en espectacular vuelo, formando una comba mágica, como la bocha cuando la acariciaba Diego, en el Nápoli, y aterrizó a tres dedos sobre las desenterradas raíces de un robusto eucalipto. La segunda sufrió el triste infortunio de enredar sus cordones en el pliegue de la arruga más grande de mi dedo índice, y salió despedida sin pólvora hacia el medio del río. En un aterrizaje forzoso se hundió eternamente en las aguas más frías que jamás haya caminado. Nunca más la volví a ver. Nunca más volví a soñar con aquel maltrecho escenario de artistas burdos con botas de gaucho. Mi ambición estaba tan arrugada como mi cuerpo, y mi pereza tan desarrollada como el frío que me poseía.

Sólo tuve fuerzas para acercarme a mi fogata, contemplar la nariz burbujeante de un payaso que se negaba a morir, y escarbar en mi bolso, deseando que mi viejo, como mi madre, considerara tan de su incumbencia nuestra reunión amistosa y hubiera metido él también su mano en mis sandeces. Efectivamente, tanteé el calor fraternal de una botella de whisky y dejé que mis neuronas rompieran su acuerdo de paz. Tomé el encendedor del Fiat 600, lo conecté a la batería de la militante colorada de Ale, y luego de años, volví a encender un cigarro. Tomé el alicate, y mientras me cortaba las uñas al borde de la fogata, recordé lo que siempre decía este tipo, don Bukowski: “Mi ambición está limitada por mi pereza”.

Delforge, Héctor Mauricio.

 

La felicidad es un arma de doble filo


Se levantó en la madrugada con la boca cargada de amargura, un corazón oprimido siempre es causa de insomnio. Se sentó en la cocina con un vaso de malbec en la mano izquierda y la foto de ella en la derecha. Entre sorbo y sorbo no le quitaba la mirada. Una muchacha sentada sobre un banco de piedra, levemente recostada sobre su lado izquierdo y su mano derecha en el bolsillo, cabello suelto derramado sobre su hombro izquierdo. La juzgaba hermosa y esa belleza le trituraba los huesos, el corazón se le hacía insostenible, no deseaba tenerlo en su pecho un minuto más. Se preguntaba qué maquiavélico guionista había escrito ésta historia. Hace tres meses, con el calor del verano, compartían vacaciones en las sierras, ella posaba para él en las fotografías y le decía que lo amaba. Ésta madrugada, con el otoño derribando hojas, se encuentra lleno de rencor y ella, repitiendo las mismas palabras, pero en brazos de aquel que no es él.
La noche se le iba en repasos; las actitudes sospechosas de ella, su intuición encendida, el mensaje en el celular, las mentiras descaradas y finalmente la confesión. Confesión que también era un descaro. ¿Qué derecho tenía a decirle la verdad? Era cuestión de seguir negándolo todo, de acusarlo de obsesivo, inseguro; él le creería, siempre ha tenido problemas de autoestima, ella lo sabía y hoy seguirían juntos.
La botella de vino está casi vacía, la madrugada también, el sol lucha por atravesar las cortinas.
Qué más da, si es feliz, yo debería serlo, al fin y al cabo de eso se trata el amor, de la felicidad del ser amado. Sí, eso es, todo es una cuestión de felicidad, no hay lugar para el odio aquí. Debería decírselo, para que su felicidad sea completa, sin culpas. Debería decirle que la perdono, que yo también he sido culpable y que no hago más que desearle lo mejor. Sí, eso haré. Debo apresurarme, no hay tiempo que perder, la dicha nos espera a ambos. En una hora llegará a su trabajo, allí la sorprenderé y le regalaré la felicidad.
En dos minutos estaba vestido y listo para tomar el colectivo. Salió de su casa y sintió frío, creyó oportuno regresar por la campera. De nuevo en la calle, esta vez se sentía listo, comenzó a caminar hacia la parada, las hojas crujían bajo sus pies. Guardó las llaves en el bolsillo de la campera con cuidado, no quería que el filo del cuchillo lo cortase.

Darío A. Manzanelli